Por Elizabeth Martínez Bautista
05 de Abril de 2025
De camino a casa, luego de comprar mis provisiones para la semana y mientras cruzaba a paso rápido el parque Buendía que converge con la avenida Paralela, a esa hora inundada de la luz naranja del atardecer, percibía cómo la vida cotidiana cual incesante rueda seguía su curso habitual con el riesgo inminente de estrellarse ante una realidad anunciada. Y es que desde hace algunas semanas se extiende silencioso, pero mortal y efectivo, un virus desconocido de estructura espigada que se replica lentamente en su hospedero infectado hasta dejarlo sin aliento ni esperanza de vida.
Nadie sabe exactamente cómo se propagó de las máquinas a los humanos, algo hasta ahora nunca antes visto. Como es bien sabido, la voracidad humana por la riqueza no tiene límites y menos aún en las lejanas tierras de Nerún en donde se trafican ilegalmente sistemas informáticos y biológicos. Allí, se intercambian experimentalmente por igual unos con otros, en condiciones insalubres. Se cree que en un sistema aleatorio mal controlado alguna de las tres especies de máquinas portadoras del código malicioso, emitió una señal que se adhirió a los receptores biológicos de un intermediario entre humanos y máquinas generando así el caos al que llamaron BETAvirus-25. Estas impresiones danzaban de forma intermitente en mi mente mientras buscaba apresuradamente las llaves para entrar a mi pequeño piso cerca de la universidad. A esa hora, en otro día, el edificio estaría bullicioso de niños que vuelven de la escuela, mujeres que llegan del trabajo, oficinistas que terminan la jornada y otros que van llegando, poco a poco, y encendiendo las luces. Pero ahora impera la incertidumbre y el riesgo. Sólo los menos afortunados salen a trabajar o a cubrir necesidades apremiantes, impostergables.
Después de cumplir el recién adquirido ritual de lavar minuciosamente el cuerpo, la ropa y los insumos para evitar la infestación, me siento frente a la ventana que da hacia la calle. En mi escritorio está mi pequeña libreta de notas con pasta de flores y papel amarillo. Y escribo sobre esto: cómo es la vida después de despertar al dragón. ¿Quién lo va a detener?
06 de abril de 2025
Y por fin nos alcanzó la inminente realidad. Hoy lunes me desperté temprano como es mi costumbre y mientras preparaba la infusión de hojas de camellia repasé los titulares de los diarios del país. Entramos a la fase crítica de la pandemia por BETAvirus-25. Ahora mismo, todos somos un riesgo para todos y se ha decretado un estado de aislamiento social preventivo. Los casos de contagio van en aumento, como en un videojuego en tiempo real en donde es casi imposible predecir con certeza
hacia dónde irá el sistema-pandemia.
El día transcurrió sin novedad, salvo porque he caído en la cuenta de que tengo vecinos. Una obviedad pasada por alto en tiempos normales, pero ahora evidente porque sólo nos divide una pared que filtra voces, pasos y olores. Diez centímetros de tabique separan a cada quien con sus dramas cotidianos: Isabel que es secretaria, vive al lado con sus dos niños, el taxista de IrisApp que vive arriba con su pareja invisible, Eleuteria con su nieto y los gatos naranja del piso de abajo, Iraís, una enfermera con su hija adolescente en la planta baja. El insomnio se apodera una vez más de mí. Mañana, sin falta, vuelvo a la rutina de correr en la cinta y pedalear fijo. Ahora veo porqué los científicos recurren a los ratones, no somos tan diferentes cuando estamos encerrados. Giramos sobre la misma rueda creyendo avanzar.
15 de abril de 2025
He dejado de escribir algunos días a falta de novedades. El implacable tiempo, escurre lentamente con el sol entre las hendiduras de las losetas del piso, da la vuelta a las macetas-huerto del balcón y cae perezosamente a la avenida desierta. Pero anoche escuché ruidos sordos en el techo, primero como de pasos apresurados en fuga, un cuerpo que se desploma y finalmente un grito ahogado. Luego, el silencio envolvió la madrugada lluviosa.
Por la mañana me he cruzado con la pareja invisible del taxista de IrisApp que vive arriba, y esta vez me ha parecido más encogida que nunca. Es como si tuviera pena de existir, sin voluntad propia, un autómata llevando el cubo de basura. Le he dicho ‘hola’ sin mucho afán porque en estos tiempos de pandemia mientras menos contacto, mejor. Como dice Agabent en Sopa de Nerún, lo que no lograron ni el capital ni los gobiernos, lo hizo un virus: desarticular nuestras relaciones, privarnos de la organización comunitaria. No obstante, el saludo abre una grieta en la conciencia de ambas y mientras caminamos escaleras arriba a distancia prudente y en silencio, me vuelvo a ella para decirle que si necesita algo, me llame. Asiente con medio rostro cubierto por las gafas de sol que a esa hora son innecesarias. Todo está bien…gracias. Me instalé en la caminadora, puse la música y mientras miraba hacia la calle vacía me dije que la delgada línea entre lo normal y lo patológico, es a veces una cuestión de percepción y costumbre.
18 de abril de 2025
En cuarenta y ocho horas la tierra ha girado dos veces sobre su eje, en el laboratorio las bacterias proliferaron generacionalmente cambiando en el proceso, un escritor ha tipeado diez mil caracteres, al feto en gestación le ha brotado un apéndice…y en mi edificio emergió un quilombo de proporciones similares al encierro al que nos obliga la circunstancia natural de un virus que anda suelto y que le puede tocar en suerte a cualquiera, como billete de lotería, pero sin fortuna.
Yo sabía que algo iba a ir mal desde que los jitomates del mini-huerto en mi balcón amanecieron agujereados, y por más que busqué al bicho culpable de los desperfectos no lo hallé. Ni una cochinilla o caracol al que pudiera atribuir el daño. ¡Mala señal! – pensé- y volví a mi escritorio por enésima vez, a ver si por fin en este intento salía algo bueno para presentar como proyecto y que no me hiciera quedar como principiante cuando debería tener pinta de profesional.
En eso estaba cuando la vi venir a ella, la enfermera, con su traje verde y sus bolsas del súper. Traía sus audífonos puestos y caminaba ligeramente vacilante, como si en cualquier momento el peso del trabajo se le fuera a echar encima. Primero diminuta, recortada sobre el marco de mi ventana que coincidía con el principio de la calle cerrada que terminaba justo abajo en su vivienda, luego lentamente fue cobrando forma. Ella es la única que sigue afuera yendo y viniendo en la ciudad, atendiendo los casos que nunca vemos pero que se multiplican por doquier. Todos sabemos, hasta ahora, que el virus se transmite de forma física por fluidos o por contacto indirecto y no hemos sabido que haya otras formas. Es la única persona que sabría qué hacer para salvarnos la vida, pero es también quien carga con el estigma de la responsabilidad de un contagio masivo en el edificio. Ella y el taxista de IrisApp, que no ha dejado de laborar pese a la incertidumbre y el riesgo (como decíamos en la Webinar de epidemiología del año pasado).
Mientras los niños de Isabel escenificaban la audición de una rabieta en el piso de al lado, la hija de la enfermera ha gritado pavorosamente por ayuda desde el acceso del edificio. Salí al balcón mientras terminaba la llamada a la línea de emergencias-BETA, miré hacia abajo y vi a los vecinos que rodeaban a la enfermera que luchaba por recobrar el aliento con el rostro sudoroso y lívido. Un mensaje extenso por WordApp me ha interrumpido la tragedia y, para cuando vuelvo a asomarme, el servicio de salud de su unidad está subiendo el cuerpo con los audífonos todavía puestos. Entre máscaras n-65 y trajes plastificados los veo alejarse a toda velocidad rumbo a un viaje que no tiene regreso.
Después del incidente, todos estamos nerviosos. Los niños de la secretaria se han negado a hacer sus deberes y el asunto ha terminado en un sonsonete constante de reproches de ambas partes: la madre exhausta y ellos aburridos de clases virtuales con recesos intermitentes en la cocina. ¡Así no se puede trabajar, carajo! ¡Así no…! Pues no, tiene razón. Así no se puede dormir, ni vivir, ni leer, ni postular la mecánica clásica…Newton no cuidaba niños mientras la peste.
Intento dormir escuchando la conversación de la chica invisible que pide ayuda, en voz alta, para localizar a su novio taxista y golpeador que lleva dos días sin amenazar con matarla. Y eso le preocupa. Empiezo a analizar que la enfermera se veía bastante saludable cuando salió esta mañana, y que ha sido muy extraño que se desplomara sin más síntomas precedentes que la ligera deriva al caminar.
Mañana tengo que salir forzosamente hacia el poniente de la ciudad para recoger los papeles que los Buquett tienen para mí y que no se pueden enviar por paquetería por ser confidenciales. Hay que rodear las colonias vulnerables de la ciudad, en donde vivir o morir es cuestión de suerte. Ya no hay esperanza desde antes de la pandemia. Allí grabaron las escenas de Génesis (una cinta post apocalíptica anticapitalista) porque el set ya estaba puesto desde hacía décadas.
20 de abril de 2025
“El día que hacía era estupendo/Para tumbarse mirando al cielo/ Y verte caer poco a poco riendo/ En un aladelta de muchos colores/hasta tocar el suelo…” cantaba Sadness en mi cabeza mientras hacía un día estupendo aquí en Ciudad Independiente. Montada en una Fulland roja, ayer crucé fugaz las avenidas que conectan con la Gran Vía que rodea la ciudad y agiliza el tráfico. Frente a mí, los volcanes nítidos se dibujaban sobre un fondo azul brillante y cuando giré al sur, el Pico del Halcón sobresalió árido en la cima.
Atrás quedaron las demarcaciones de la Joya, lugares donde la vida no ha sufrido cambio desde el anuncio de la pandemia. A esa hora de la mañana, vi a la gente que comenzaba a hurgar en el inmenso basurero a cielo abierto, los ciudadanos del distrito vecino se agolpaban en la estación Odisea cual hormigas hacinadas y furiosas haciéndose un lugar en el convoy que se dirige al corazón de la ciudad. En el camellón central, los hombres del barrio ejercitan sus músculos cobrizos estirando sus tatuajes sobre las barras y planchas improvisadas. Porque medirse y moverse ágilmente no sólo alimenta el ego, también a la familia cuando hay un jale… Allí no hay virus que haga mella en la hoja destellante, que igual corta las frutas, que los hilos de la frágil existencia.
En la avenida Budapest, las casas con fachadas art deco y sus arboledas extensas, los cafés bohemios, las parrillas, las fuentes, los parques y toda la opulencia y el buen gusto seguían en su lugar. Desértica la zona, pero en pie. Muy pocos paseantes con los perros y sus bolsas con el pan cotidiano, el té matcha y los quesos, desafiaban la prohibición alegando que iban por los insumos necesarios para sobrevivir al encierro entre yoga, libros, música y escritos. Mientras tanto, en el número 525, al lado del Café Barroco ahora cerrado, recogí con el portero el sobre amarillo rotulado en manuscrito azul. Los Buquett son afortunados de tiempo completo tanto en el laboratorio de la universidad como en su casa.
El viaje ha sido como un escape fantástico del desorden que se vive con los vecinos. No es que esté mal, es que a estas alturas del encierro cualquier cosa se amplifica. Como el caso del piso de la enfermera, que los servicios sanitarios pusieron de cabeza y dejaron un rastro de olor imposible de describir. Aunado a que va y viene la familia, decidiendo quién se quedará con la hija. Al final, me he enterado que mañana vendrá el papá a llevarla con él. ¿Quién será? Nunca lo he visto por aquí.
Cuando llegué, Isabel estaba en la puerta de mi departamento con los niños y el gato. Se le notaba acongojada y nerviosa. Me ha dicho que no tiene con quién dejarlos mientras visita a su madre, que ha tenido un episodio de ansiedad en su piso del otro lado de la ciudad. Sólo serán dos días. Como no hay opción me quedo con los tres.
El gato me miraba curioso con sus ojos de cristal gris mientras abría el sobre amarillo. Sus paws amasaban mi barriga mientras nos sentamos aquí al fresco de la tarde entre las macetas del balcón. Como los niños nos habían dado una tregua quedándose dormidos frente a su clase virtual, me dispuse a leer el documento, todavía un borrador inédito, que se titulaba Sobre la nueva forma de transmisión del BETAvirus-25.
21 de abril de 2025
Ahora ha quedado claro para mí la repentina afección de la enfermera. Lo que empezó en Nerún como una consecuencia natural de la convivencia entre la inteligencia artificial y los sistemas biológicos ha podido ser decodificado y manipulado. Los científicos del TYM han podido transformar las proteínas en una estructura musical que captura los efectos del virus cuando impactan en el oído
humano y llegan al cerebro logrando así infectar a los receptores celulares del hospedero.
El soundtrack de prueba se ha distribuido aleatoriamente en cinco puntos del planeta para un experimento en vivo: cuando pones la música relajante lo que escuchas es un patrón de sonificación que despliega frecuencias que alteran el sistema inmunológico, el cual responde y replica el virus tal como sucediera si lo hubieras adquirido físicamente. En el sobre venía el programa de prueba que logra detectar la extensión del código malicioso e impide abrir el archivo. Me lo han regalado, y con ello me parece, una oportunidad de evadir un final fatal.
Los chicos despertaron por allí cerca del medio día, el gato fue más madrugador y exigió a primera hora su tazón de croquetas con la amenaza de maullar hasta ponernos más nerviosos. Mientras tomaba el café de la mañana, revisé los diarios cuyos titulares mencionaban contagios masivos inexplicables y fallas multiorgánicas en personas que estaban sanas unas horas antes. Las imágenes son aterradoras: gente abandonada en la calle, ancianos que yacen solos en sus casas, hombres y mujeres abatidos por el virus.
Llamé por la mañana a los Buquett pero no hubo respuesta, más tarde un amigo me llamó diciendo que irrumpieron en su casa llevándoselos con rumbo desconocido. Supe lo que tenía que hacer en ese momento: salí a la cabina pública en donde por un águila (moneda oficial) te dan acceso a la red y, desde una cuenta anónima, adjunté los archivos enviándolos a mis contactos y pidiéndoles que
distribuyan el programa antivirus entre los suyos antes de que empiecen a comercializarlo. Cuando regresé, los chicos estaban hambrientos y aburridos por lo que no hubo más remedio que comer y explicarles que estudiar en línea es un privilegio en este país donde pocos tienen acceso a un dispositivo con red. Aunque me acordé que hacía unas semanas La Revista, un diario internacional, había publicado que sólo los pobres y los tontos estudian a distancia. Por supuesto, los que opinan viven en ValleyCity y tampoco saben mucho del mundo.
El alboroto del piso de abajo distrajo mis meditaciones sobre la educación cuando escuché que la hija de la enfermera conversaba con una voz masculina. Debe ser su padre, pensé, y me asomé al balcón a ver qué pasaba. Ustedes dirán que soy muy entrometida, pero en este encierro, los balcones del mundo se han convertido en las ventanas desde donde interpretamos y accedemos al mundo, casi como un marco teórico, excepto porque no hay metodología que los justifique. Y así los vi irse, ella con la pena de no ver a su madre y él con la pena de ser padre por primera vez desde hace doce años. Aprenderá a paternar porque este virus vino a poner el mundo de cabeza, a reinventar la forma de relacionarnos, a ser otros. Desde mi marcobalcón pensé que eso, al menos, así sucedería.
23 de abril de 2025
Isabel no ha vuelto y tampoco responde las llamadas. Las provisiones que compré hace tres semanas se nos están terminando y la comida del gato también. ¿Qué voy a hacer ahora con dos niños y un gato? La situación no pinta bien porque hace tres semanas que renuncié al trabajo en la oficina y la cuarentena fue anunciada por un mes, pero hoy un comunicado oficial la hace efectiva por varias semanas más. No nos alcanzarán para mucho tiempo los insumos.
En eso iba pensando al bajar la basura al contenedor cuando encontré a Marcia, la chica invisible del taxista, convertida en una mujer que se hace presente. Venía caminando con Isabel y se veían extrañamente animadas, como si un peso se les hubiera ido de encima. Entre la pandemia tenían el valor de sonreír y yo quería saber por qué. Quizá por eso las invité a pasar a mi pequeño piso.
Mientras cocinamos me cuentan que Heberto les ha traído en el IrisApp, pero que extrañamente se ha desplomado fatalmente al llegar a nuestra calle. Traía los audífonos puestos y se veía bien, me aseguran, pero de todos modos ha sido abatido por el virus. Le han dejado en el auto por temor al contagio ya que de todos modos no se podía hacer nada por él. Ni antes ni después, me digo para mí.
De pronto nos damos cuenta que en realidad no estamos solas, nos tenemos a nosotras si permanecemos juntas apoyándonos, si nos cuidamos unas a otras podremos salir de esta. ¿Y si nos organizamos? – dice de pronto Marcia-. Si de repente un día alguien hace la comida, otra cuida a los niños y alguien más trabaja desde casa los días no pasarán en vano. Ha sido la mejor idea que he escuchado-me digo para mí- mientras riego los jitomates y ordeno los cojines de la sala. Y mientras escribo esto, también sigo pensándolo. El gato ronronea al ritmo de la tetera vintage donde empieza a desbordarse el té de salvias que he guardado desde el verano.
05 de abril de 2020
¡Qué sueño tan raro y extenso tuve anoche! Soñé que escribía un diario sobre una pandemia y una distopía. Hoy venía caminando por el parque Buendía, el que da directo a la avenida Paralela, y me pareció que ya había vivido la misma tarde luminosa del día que despertaron al dragón y no hubo poder humano para detenerlo, lo bueno es que sólo fue un sueño…