Segunda oscuridad

Por Sara Andrade

“Es un error metodológico suponer que sólo lo que se
ve existe, y lo que no se ve no existe”

Hugo López Gatell, en conferencia de prensa,
9 de abril de 2020

“¿Qué puedes saber sobre una persona? Cambian a la
luz. No puedes iluminar todos los lados a la vez.
Agregue una segunda luz y obtendrá una segunda
oscuridad, es lo justo.”

Richard Siken, War of the Foxes

17 de noviembre de 2019

Al centro del jardín, como siempre, está la fuente. Se refleja la luna, que tiembla en la superficie a pesar de la falta de viento. Alrededor, la noche cubre el espacio en forma de cortinas. Parece más bien un escenario. En el canto, alguien dejó una llave de oro que, supongo, debe abrir una puerta igualmente dorada. Hay rosas en los arbustos, blancas y rojas. Si miro hacia arriba, el cielo parece una boca abierta. Las estrellas se arremolinan, como lenguas plateadas. Si miro hacia abajo, la fuente quizá es un pozo ahora, una garganta que, si me quedo callada, aguantando la respiración, parece querer pronunciar unas palabras.

13 de marzo de 2020

Pero me despierto antes de que la palabra se pronuncie y olvido el sueño antes de que pueda traducirlo a palabras. Es viernes, también. Pero la mala fortuna no se puede respirar en el aire ni se puede escuchar tampoco. Se escucha el tren de las once, lo que me recuerda que me he despertado tarde otra vez. Me debato entre ir al banco o si mejor me duermo otro rato. Según Twitter este es el último viernes para salir en paz. A partir del 15, todos dentro, han dicho los hombres a cargo del país en la televisión. No haría diferencia, me digo, levantándome y asomándome por la ventana. Todos mis días ocurren entre estas cuatro paredes, y si no son las de mi cuarto, son las del banco o las del bar. Reviso el mensaje de nuevo: he quedado de ver a mis amigos hoy a las 9 de la noche, donde siempre. Una última cerveza antes de las dos semanas de cuarentena, como una despedida a la ordinariedad de la vida sin pandemia. Pienso que no es que no estemos conscientes de esto, de la muerte, pero estamos todos mirando a la alta mar, un poco más alerta, preguntándonos cuándo llegará la ola que se comerá el barco.
“¿Será inmoral tomarme una caguama de Corona en su honor?”, me llega un mensaje al grupo de amigos.
“No sólo inmoral”, les contesto, “si no que inexcusable”.

Madrugada del 14 de marzo

En el camino a casa, intoxicada y guiada solamente por un ojo casi abierto, he llegado a las puertas de la iglesia de la colonia. Me siento un rato ahí, en la banqueta, con el cachete bien puesto en la fría cantera, imaginando que es mi cama sin tender, y que la bolsa de Cheetos debajo del estómago es un calcetín sin par. Desde ahí, la iglesia parece un castillo gigantesco y el pirul al centro de la plazuela. Entre sus ramas, veo algo moverse. Un pájaro, quizá, acomodándose para dormir también. Intento entender. Una golondrina debe ser pequeña, del tamaño de mi puño. No podría abarcar todo el follaje del árbol, ni podría estar un animal encaramado entre las ramas, tapando todo resquicio con sus negras plumas. Abro la mano y la extiendo sobre la imagen del árbol, cubriendo tronco y follaje y criatura. No sé cuándo me quedo dormida.

17 de marzo

Como nini, formo de manera honoraria el escuadrón de defensa del lunes como el peor día de la semana. Para mí, el lunes es una pierna más del domingo, que es lo mismo que el sábado. Para la gente sin quehacer, el peor día es el martes. Hoy es martes y me parece imposible existir como un ser humano normal. Más bien soy cama o sábana. Si me concentro mucho, me vuelvo el calcetín perdido. Mi mamá se asoma por la puerta, completamente vestida y maquillada.
“¿Has visto al gato? No llegó desde ayer”.
“Debe estarse peleando en algún callejón”.
“No digas esas cosas. Y ya levántate, porque se le olvidó el lonche a tu hermano y necesito que se lo lleves”.
Al trabajo de mi hermano, en la Jurisdicción Sanitaria, se hacen 25 minutos caminando. Mi mamá le puso dos tamales rojos y piña picada. Él tiene 4 años menos que yo y es jefe ya de su propio departamento. Yo traigo puestos los mismos jeans que la semana pasada.
“¿Sigue mi mamá preocupada por el gato?”, me pregunta, sentándose en su escritorio, con un pedazo de tamal en la mano. “Es que le conté que ayer Protección Civil recogió varios perros muertos del cerro. Como si no tuviéramos más problemas, ahora la gente envenenado animales”.
“Mi mamá está preocupada de todo” y él asiente.
“Toma pues”, y con la mano libre de tamal me lanza una botella llena de alcohol en
gel. “Lávate las manos y no salgas a menos que sea necesario ¿ok?”.
“Ya te manchaste la camisa”, le señalo el centro del pecho antes de salir de su oficina.
“Ah, puta madre”.

20 de marzo

Sueño con el gato, que está sentado en canto de la fuente, tocando con una pata la llave dorada. La tengo que tomar antes de que la tire al agua. Me mira, con sus ojos amarillos, como urgiéndome a hacer algo. La llave es una Yale de tamaño y peso común, salvo que es dorada. El gato me maúlla desesperado, como si tuviera hambre. Pero volteó hacia todos lados y sólo veo cortinas y arbustos, y el maullido se transforma en el chirrido de un tren frenando en las vías.
En el desayuno, todos hablan del primer infectado de la ciudad. A mí me zumban lo oídos todavía y me pierdo de la mitad de la conversación.

23 de marzo

Mi hermano ya no está yendo a trabajar. Estamos viendo la compilación de videos del día anterior, cuando la luz se fue en toda la ciudad. En un video, dos niñas se están grabando a ellas mismas bailar en lo que parece un patio, hasta que el apagón las interrumpe. Las dos gritan y una toma el teléfono. “¡Papá, se fue la luz!”, grita.
Luego apunta la cámara al cielo y se ve, por un momento, un pulso de luz morada. Las niñas gritan de nuevo y se acaba el video. El siguiente video capta otro pulso de luz, desde una ventana. “¿Qué vergas es eso?”
“¡Ey! Bájenle a sus palabrotas”, grita mi papá, enojado. Él tampoco tiene que ir a trabajar. Al pausar el video, escuchamos la canción de la camioneta de helados, y como para conciliar el exabrupto, mi hermano se ofrece a traerle un helado de nuez. Él acepta, ya contento.
Abajo, en la plazuela, el pirul y la puerta de la iglesia se ven minúsculos y simplones. La calle está sola. No se escucha otro ruido, no se ve otra persona. Sólo mi hermano, el heladero y yo, cubiertos totalmente por la tonada de la camioneta.
“Oiga, ¿y esa canción cómo se llama?”, le pregunto al heladero, cuando mi hermano se está guardando el cambio en el bolsillo del pantalón.
“¿Cómo?”
“La canción que toca, esta, la de los helados.”
“¿Cuál canción?”
Mi hermano se ríe y se encamina hacia la casa. Cuando lo alcanzo, volteó para ver a la camioneta partir hacia otra calle, en completo silencio.

24 de marzo

Emocionado, mi papá saca del cuarto de trinches, que mi hermano y mi mamá han estado limpiado durante horas ya, una vieja radio de madera. La sacude, la enchufa y comienza a girar los diales, buscando una frecuencia. Alcanzamos a oír una voz recitando algo, pero lejana, como si estuviera escuchándola desde la sala. “Esta cochinada ya no sirve”, murmura mi papá. Acerco la oreja al parlante. Si es una persona hablando, pienso, pero quizá está en otro idioma. Mi papá apaga la radio y la vuelve a dejar en donde la encontró.

Madrugada del 28 de marzo

Mi mamá nos despertó a todos porque juraba haber escuchado al gato en lote baldío frente a la casa. Ella y yo estamos viendo a mi hermano y a mi papá buscar entre la maleza, con la lámpara de los celulares en las manos. Ella se retuerce las manos, preocupada.
“Es que pensé que eran los vecinos peleándose o algo, pero era su maullido. De seguro está herido”.
“No está herido, mamá. Aquí no hay nada más que basura. Y aparte, esta luz no alumbra nada”.
“Ay, es que si le pasa algo…”
“Y si no le pasa nada, yo le meto una chinga cuando vuelva”, dice mi papá, que salió de la casa con una chancla y un tenis, y la bata mal amarrada. Nos reímos todos, pero cuando volvemos a la casa, a cada uno nos cuesta conciliar el sueño.

1 de abril

Mi mamá comenzó a toser y mi papá la llevó al hospital cuando, al tomarle la temperatura, alcanzó los 38º. Mi hermano está hablando con él por el teléfono. Entre muchos mhm y muchos ok, entiendo que los dos se van a quedar en el hospital. Ingresaron a mi mamá como sospechosa y él se quedará esperando a que los doctores le den una razón. Mi hermano le dio nombres de varios doctores que él conoce y mi papá le dio instrucciones sobre cómo cerrar las puertas y las ventanas.
A media tarde, nos quedamos él y yo sentados en la mesa de la cocina, sin saber muy bien qué hacer. Pienso que no sé cocinar arroz. Pienso que llevo 15 días sin tomar cerveza y eso se siente como una puñalada en el corazón.
“Creo que mi papá guarda rompope detrás de las ollas”, le digo a mi hermano, que rompe a llorar sin previo aviso.
Me percato de su edad, en ese momento. Recién egresado de la universidad, dependiente de todos nosotros todavía, la cara de un niño asustado. Me toco la mía, mientras lo veo llorar, y me pregunto si se nota el pesar en la consistencia de la piel.

4 de abril


La tía de mi abuela, la más joven, llegó dos días antes a recoger ropa para mi papá y productos de higiene para mi mamá. Está en aislamiento. Mi papá, junto con otros familiares, han acampado en los pasillos del hospital. Le dejamos todo lo que nos pidió en una bolsa negra, que colgamos en la ventana. Del otro lado, nos saluda a gritos, nos dice que nos quiere, y deja ella otra bolsa, pero llena de víveres.
“¿Cómo puede ser que esté tan llena de vida a sus 70 años?”, cuestiona mi hermano, sacando de la bolsa, cajas de pizza congelada y sobres de Tang. Yo me estoy quedando dormida en el sillón, secretamente borracha de licor de membrillo. Veo entre sueños a alguien entrar por la ventana. Digo alguien, porque no tiene la silueta de una persona, pero posee mirada. Es más bien como una humareda, un soplo de algo que es más pesado que el aire, que parece pegarse a todas las superficies. Cierro los ojos y lo siento sentarse a mi lado, como un viejo amigo.

8 de abril

Mi hermano se tiene que llevar a él mismo al hospital porque yo no sé manejar. Dice que no se siente tan mal, pero que tampoco tan bien. Quiere ver a mis papás y quiere hacerse la prueba. Me dice que me quede yo en la casa, por si vuelve el gato.
“Yo soy la hermana mayor. Yo debería decirte qué hacer.”
“Bueno, pues digamos que por hoy soy primogénito en representación”.
Saco la radio del cuarto de trinches y la enchufo. Salta una estación que está transmitiendo una misa o eso le parece. Una voz monótona lee: “Cuando él vea la sangre en la parte superior y en ambos lados del marco de la puerta, el Señor pasará esa casa de largo. No permitirá el Señor que su ángel de la muerte entre en las casas de ustedes y los hiera de muerte.”
Me invento un juego. Shot de rompope cada que la voz diga “el señor”.

9 de abril

El gato me muerde el dedo gordo del pie. Me levanto, inusitadamente feliz, y lo abrazo con ganas. Está flaco y sucio. El pelaje blanco lo tiene lleno de ramas y tiene la nariz seca. En la cocina le sirvo croquetas y comienza a ronronear fuerte, como una cafetera. La casa está sola, suspendida y desaturada.
“Cuando mi papá te trajo a la casa, te había puesto Berlioz, por el aristogato. Pero mi mamá escuchó la Sinfonía Fantástica y no le gustó. Dijo que mejor te dijéramos gato hasta que tú mismo decidieras un nombre. Pero ¿cómo un gato va a decidir su nombre?” Y me río durante minutos, viéndolo comer. Horas más tarde, cuando me dispongo a limpiar su plato, descubro que dentro hay una llave.

Madrugada del 10 de abril

Mi hermano me marca por teléfono y me dice que mi mamá murió hace un par de horas. Que se llevarán el cuerpo y lo cremarán dentro de los próximos tres días. Le entregarán las cenizas al familiar no aislado más cercano. Ninguno de nosotros la recibirá, me dice. Quizá la tía abuela, o mi tío o tal vez la puedan dejar aquí conmigo en la habitación 17, papá está entubado y no puede hacer mucho y tú tienes que estar ahí otros 5 días, y dicen que las vacunas estarán dentro de dos meses, pero quién sabe y sigue hablando y hablando, mientras yo le doy vueltas a la llave entre los
dedos, incapaz de hacer otra cosa.
Si hay una llave, debe haber una puerta. Si hay una llave, debe haber una puerta. Si hay una llave, debe haber una puerta.

28 de abril

El día 13 cerraron las fronteras. El día 16 habilitaron el gimnasio municipal como morgue temporal. En la radio, un locutor narraba como algunas familias habían recurrido a quemar a sus muertos en el patio de la casa. El día 20 dejé de comer, pero no a propósito, sino por descuido.
Mi tía abuela toca en la ventana. Me dice que tengo que salir, que ellos se van al norte, a su pueblo, donde las cosas no están tan mal. Toca y toca la puerta hasta que deja de hacerlo. Yo soy cama, sábana y calcetín. Por naturaleza, simplemente no puedo responder.

13 de mayo

En el sueño, el jardín tiene una verja que puedo saltar con facilidad. Cuando salgo de ahí, estoy a la entrada de la iglesia, otra vez. En el pirul, está encaramado el gato, o Berlioz, o cómo quiera que se haya puesto él mismo, y me mira con ojos de búho. Empujó la puerta de la iglesia y dentro está un largo pasillo de hospital y al fondo una puerta, con el número 17. Adentro se escucha música. Pego la oreja a la puerta. Es la tonada de los helados.

30 de mayo

De acuerdo con las noticias de la radio, se cuentan hoy 50 mandatarios de estado muertos. Son una milésima de fracción de los millones que han perdido la vida. No se pueden contar. Faltan dedos y ojos.

¿Junio?

Por fin salgo de la casa. La comida se ha acabado. La del gato también. Hemos estado comiendo embutidos y latas de atún. Google Maps dice que la distancia de mi casa al hospital es de una hora con veinte minutos caminando. El gato me acompaña hasta la plazuela, y cuando sigo más allá, me maúlla, como despidiéndose.
“¿Cómo te llamas, eh?”. Volteo una última vez y lo veo sentado, chiquito y atento. No me dice su nombre.
No hay nadie en las calles. No hay autos en las avenidas. No hay pájaros en los árboles. Ni siquiera suenan mis pasos en el asfalto. En el camellón, veo a un coyote, mascando algo de un costal de basura. Me voltea a ver. Ojos oscuros como obsidiana. Lo primero que veo al llegar al hospital, son las bolsas negras apiladas en los pasillos. Camino despacio entre siluetas de hombros y cabezas. Procuro no pisarlos, ni hacer mucho ruido. Las habitaciones están en el segundo piso. Un largo pasillo, una tonada lejana. La numeración empieza del 2. Cuento: 3, 4, 5. El número 17 está al fondo. Allí está mi hermano, y con cada paso que doy, sé que ahí también está mi mamá y mi papá y el gato, que me engañó con eso de quedarse en la casa, lo sé, para sorprenderme con mi familia aquí, por fin todos juntos, luego de todo este terror. Quizá él ya lo sabía. Quizá yo también ya lo sabía; una parte de mí, a la que no le hago caso, pero que siempre tiene razón. Que algún día todo esto iría terminar en catástrofe y que tendríamos que sobrevivir entre sombras y susurros.
Al llegar, me saco la llave del bolsillo y la meto a la cerradura, que hace clic y abre la puerta.

Échale un vistazo: