Cuando empecé esta columna tenía claro que quería usar un pseudónimo; sin embargo, cada vez me abro más y estoy segura que quienes me conocen ya saben que soy yo. En fin, esta vez quiero quejarme de muchas cosas, entre ellas, de mi trabajo… ¿qué tiene qué ver eso con la comida? Esperen, en poco tiempo esto adquiere sentido.
Lo he mencionado en otras ocasiones, soy redactora en una revista conservadora. Los horarios no son malos, el puesto de gorditas está a unos pasos y la tienda en el local contiguo, no tengo hora de comida, ni utilidades, trabajo horas extra sin remuneración, pero una vez cada dos meses comemos sushi o nos llevan a restaurantes. Aquí empieza la relación con este espacio. La convivencia es agradable cuando, sentadas a la mesa, nos sinceramos con la jefa y mostramos nuestras inquietudes. El desfile de comida es prolongado, primero las bebidas, luego las entradas, le siguen los platos fuertes y, a veces, nos forzamos a tragar un postre.
Siendo honesta, desde que nos anuncian que iremos a comer, aplazo el desayuno… pienso que de alguna manera debo mermar las arcas empresariales, mientras tomo la valentía para quebrar los vidrios y entregar la carta de renuncia. Sea como sea, siempre terminamos en el mismo lugar, no importa que tenga otro nombre o ubicación, todos son iguales, restaurantes de comida mexicana con precios infladísimos. Nunca me había quejado del costo hasta que escuché la expresión: “El desayuno más caro es el que no se paga”. La sangre se me fue al suelo y acepté lo que llevaba tiempo negando, pago esa comida con mi tiempo, ni qué decir de mi estabilidad mental y tolerancia.
Comer es muy caro en estos días, hay gente que no puede costear la mitad de mi despensa, mientras mi jefa tiene citas en las que gasta miles de pesos. Hay muchas cosas malas en todo esto, tantas que me costaría la eternidad enumerarlas. Estoy molesta ahora, pienso que hace unos días tenía en la mesa un guacamole de casi cien pesos, tres tostadas que rozaban los doscientos y un montón de cosas que cuestan una de mis quincenas.
Precios difíciles de digerir
A raíz de la gentrificación de los alimentos, los restaurantes se convirtieron en cazadores de huesos. Al igual que con las alitas, las piezas que antes se regalaban para dar sabor al caldo, ahora tienen precios que dan risa. En cartas de dos restaurantes he visto huesos partidos a la mitad, sazonados con sal, pimienta y algunas “hierbitas” que rondan el tercio de mi despensa semanal. Otro caso es el de la “lluvia de insectos”, tres tostadas minúsculas, a reventar de chapulines, que cuestan el equivalente a dos pizzas comerciales.
La última cosa que me hizo reflexionar fue ver una “reinterpretación” de los tacos que he comido desde niña, del medio de sustento de mi familia y los que me dieron educación universitaria. Sepan que el costo de los tacos de Tlaltenango oscila entre los 2 y 10 pesos por pieza; son baratos porque están rellenos de papas y se acompañan con verdura, salsa y queso. Ahora pueden imaginar mi cara al enterarme del precio en aquel restaurante; casi exploto cuando veo que es suficiente para alimentar a una familia pequeña en una cenaduría. La diferencia entre los tacos de aquel lugar y los originales es de sólo unos gramos de arrachera, 150 pesos y el “bendito target” al que van dirigidos.
Nota: Cuando estés corta de presupuesto haz ceviche de lentejas cocidas. Sólo necesitas escurrirlas y añadir limón, catsup, mango, jícama, cebolla y cilantro. La salsa habanera le va de maravilla.
-Flor de Hibisco
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