Hace unos meses empecé a escribir esta columna porque amo comer y todo lo que rodea la experiencia. Casi desde el inicio me di una vuelta por Amazon para ver material que me pudiera servir; estaba abierta a todo, desde libros tipo Como agua para chocolate de Laura Esquivel, hasta de recetas. Afortunadamente recordé que una compañera alguna vez mencionó que la poderosa Adela Fernández hizo una recopilación de textos y saberes populares a la que tituló La tradicional cocina mexicana y sus mejores recetas.
Tengo el libro en casa desde hace mucho, pero hasta hace unos días me di el tiempo de abrirlo. Todavía no terminaba una página cuando ya agradecía la oportunidad de volver a leer a Adela. Recordaba poco la facilidad de su prosa para sumergir los sentidos de la lectora hasta el tope. En el prólogo su pluma se cargó de memorias, navegando entre la escena artística y cultural mexicana de la primera mitad del siglo XX y las faenas domésticas de la cocina de su infancia en Coyoacán. Entre fogones, pinoles y cazuelas hirvientes, la autora probó los sabores de la historia.
“Yo, como era lo tradicional para las niñas y señoritas de Coyoacán, tuve como espacio primordial, demarcado e impuesto, el de la cocina. […] Sin embargo, reconozco que ahí, en la cocina, me sensibilicé, aprendí la historia de mi pueblo, comprendí su esencia cultural, me hice artista y consolidé mi amor por México. La cocina fue el lugar más vivo de toda la casa, el sitio donde se sazonaron grandes ideales”.
En pocas páginas Adela Fernández devolvió el protagonismo a las cocineras indígenas que hacían posible el deleite culinario de las multitudes que acudían a la casa del Indio Fernández, su padre. Habló del nixtamal cocido por las noches y del café tostado a las cuatro de la mañana; también de los pies descalzos, las jornadas interminables y los dedos doloridos a causa de las mazorcas. Por mi parte, percibí el sonido del tejolote sobre el molcajete, inconfundible ante las letanías que rondaban las ollas.
La mesa de Adela, según su prólogo, era el escenario donde desfilaban los sabores de Oaxaca y el Valle de México, los ingredientes de la selva y las esencias del desierto. No faltó el día en el que tuviera cerca el agua con sabor a barro o contemplara los entramados de colores en los manteles blanquísimos del comedor.
Recibió a Frida Kahlo, María Izquierdo y Pita Amor en su casa, pero conoció más sobre los sueños y experiencias de La Chunca, María y las Juanitas, Doña Petra, Josefa, Cruz e Isabel. Originarias de distintas regiones, “cada mujer aportaba algo de vida particular”; al final, entre tantas, la cocina les quedaba pequeña, aunque se hubiera planeado para darle cabida a todo México.
La cocina y sus rincones
Apenas caigo en cuenta que sólo hablo del prólogo, lo cual no me molesta. Pienso hacer una lista de textos dedicados a La tradicional cocina mexicana, así que tardaré lo que considere necesario. Aunque el tiempo de lectura fue menor a una hora, me descubrí tocando los azulejos de las paredes de la cocina de Coyoacán e inhalando los cítricos recién traídos de La Merced. Empleando descripciones minuciosas, Adela Fernández compartió los secretos de su cocina y el lugar que ocupaba cada cosa.
“A semejanza de las antiguas cocinas poblanas del tiempo de la colonia, es de azulejos con piso de ladrillo pulido y muros blancos encalados. Las vigas son de madera labrada, e inmensos garrafones de cristal color ámbar o verde claro fungen como tragaluces. […] Al fondo, la bodega atiborrada de canastos y vitroleros llenos de sal, azúcar, pinole, maíz, garbanzos, lenteja y café; las bateas con manteca; numerosos tenates, tantos como variedades hay de chiles, hierbas de olor y otros condimentos; los ayates cargados de flor de Jamaica y tamarindos; ahí, sobre la alacena de carrizos suspendida del techo, los quesos envueltos en mantas, tarros de miel, botellones con aceite, vinagre, vino y aguardiente”.
Las fiestas que se organizaban en la ‘Fortaleza del Indio’ eran tan concurridas que las actividades culinarias ocupaban el patio. Según relató la escritora, el hoyo para la barbacoa era permanente, se prendían fogones cerca de las caballerizas para cocer el nixtamal en botes y hasta la alberca se engalanaba con una canoa llena de frutas. La magia de la cocina nunca fue espontánea, pues fue posible debido al trabajo que llevaban a cabo las mujeres que habitaban en su interior. Aunque los eventos en esa casa enriquecieron el alma de sus visitantes y la esencia del México de aquel entonces, casi pasaron por alto las jornadas interminables de las cocineras.
Nota: Abre las ventanas antes de poner a tostar chile.
Flor de Hibisco
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